martes, 15 de febrero de 2011

Me comprometo

La primera semana en Trancoso fue playa, siesta bajo el sol, mar tibio, tan tibio que afirmo desde ahora que después del Atlántico no hay Pacífico posible.

Llegué a Porto Seguro el sábado 29 de enero, demasiado blanca y demasiado vestida para el lugar. Confianza, creo, es la palabra que mejor interpreta mi estado durante el viaje. No sentí aprehensiones, no tuve dudas. Seguí las instrucciones que Marina envió en un correo electrónico semanas antes, con un entusiasmo tal que me tenía totalmente contagiada y rendida:

“Amiga q emocion!!!! eeeee aaaaa!!!! mas eeee!!!!!

mira para facer en micro asta(ya se q falta la "_"asta pero se me exo a perder la "axe" caxai??? bueno sigooo...del aeropuerto caminara la RODOVIARIA q segun Lu son 10 cuadras y si vienes con moxila esta piola, igual deben aber taxis,en la rodoviaria tomar un bus asta la BALSA...q te deja en ARRAIAL, y en cuanto te bajas de la balsa tomar el Bus a TRANCOSO!!! caxaiiii???? y dices q te bajas en la PARRILLA ARGENTINA, me copias??? igual me dices la ora de tu llegada y calculamos y te podemos estar esperando...ta?

aaaa yaaaa avisame si necesitas algo ya?....

te keremos !!! SEE U SOON!!!! beijos de piñacolada jajaja!!!!”

Los Brasileros son gente limpia de alma, alegre, fiesteros, llenos de esa gracia que a lo largo de mis años he aprendido a cultivar a punta de viajes, encuentros y destrezas familiares también. Quizás por eso varios de ellos pensaron que yo era su paisana.

El tránsito a Trancoso fue un nuevo guión. De Sao Paulo a Porto, del aeropuerto a la balsa. Literalmente una balsa que traslada personas, autos, camiones, maletas a la isla de Arraial D’Ajuda. De ahí, bus hasta el destino por una carretera curvilínea, angosta, rodeada de verde y selva replegada que de vez en cuando exhibía en sus costados bares playeros con litros de cerveza. Llegué a un pueblo turístico, tranquilo, con calles principales de adoquines y otras de tierra, rodeadas de buganvillas, hibiscos, casas de adobe y madera, posadas de colores. Con personas a pie o en bicicleta que siempre, siempre, buscan tu mirada para lanzarte con una sonrisa un “bom dia”, “boa tarde”, “boa noite”.

Bello Trancoso. Su playa Coqueiros es un lugar perfecto para aprovechar el mar con un oleaje diminuto, adornado con hombres y mujeres que, más que bellos, son atractivos por la vitalidad, el desparpajo y la falta de complejos con la que se mueven. Nunca, en mi vida, vi tanto hilo dental dibujado en 150 centímetros de cadera y de hot pans masculinos bajo tanto vientre abultado. Tampoco tanto bronceado y curvas perfectas en cuerpos de mujeres voluptuosas, pero delineadas a mano. Ni musculatura bien definida bajo y sobre los omóplatos color chocolate como la de los morenasos brasileros. Había de todo y todo, más allá de la forma, era hermoso, perfecto, totalmente armónico. Yo ante tal escenario de libertad anduve en bikini todo el tiempo, todo el día y fue muy difícil usar más ropa que la acostumbrada. Primero por el calor, segundo porque el poco pudor que tengo desapareció entre tanta naturalidad y tercero, porque a los pocos días de lidiar con tanto choque de feromonas y testosteronas descontroladas, me sentí tan exquisita y deseada que lo único que quería era exhibir mi asumida belleza y así jugar a ser parte del grupo. Tan expandida me sentí que reflejé ese estado en cada caminata por la arena al lado de la orilla del mar, dónde se mezclaban colores, olores a coco y piña, viento cálido y personas sacadas de catálogo y otras que eran el resultado de la feijoada, el açai y la cerveza.

Cada ciertos metros de arena aparecían las barracas libres con reposeras, quitasoles, esterillas y un bar nutrido de caipirinhas, agua de coco y “Skol: la cerveija pilsen”. También carros independientes con los mismos brebajes. Nada prohibido, todo natural, como habría señalado mi santa madre.

La celebración de Iemanjá y San Bras me pilló en el destino. Un rito cargado de sincretismo, rostros bahianos, canto, baile, tambores y alcohol. A Iemanjá le ofrecí mi culto a cambio de abrirme el camino al amor verdadero y profundo. Pensaba en Puran y en nuestra historia matizada de encuentros, separaciones, verdades, ángeles y demonios. Repasé los amantes de otros tiempos, las anécdotas, los sueños, el futuro ideado. Metí todo en un saco y lo amarré con flores rojas para que la diosa se lo llevara al mar.

A partir de entonces una claridad sobrecogedora tomó posesión de mí. Apareció la certeza de estar lista para comprometerme, dedicarme a cultivar el amor, formar pareja, familia y florecer en ese nuevo estado. Tantas veces culpé a un otro de abandonarme, de no quererme, de no entregarse, cuando en realidad siempre fui yo la que dudó de la naturaleza del amor y sus azares. Siempre fui yo la que boicoteé la decisión de avanzar acompañada. Y ahí estaba esta verdad develada, haciéndome responsable de mi destino. Para llegar a ella tuve que utilizar una cura de 14 días de viaje, 12 horas diarias de sueño, participación en fiestas tradicionales, varias cervezas, algunos porros, meditaciones frente al atlántico, zambullidas entre las olas y hasta una exquisita insinuación del dueño de una barraca de Coqueiros.

El italiano Andreas me descubrió el día que bajamos a la playa con la familia de Marina que fue también mi último día de vacaciones. Quedé sin ellos como a las cuatro de la tarde y a raíz de eso el sujeto apareció a mi lado diciendo “te quedaste, que bien” y supongo que mi sonrisa fue suficiente para que se instalara a mi lado.

Guapo él, un tanto curtido por los años, la experiencia y el autoexilio decidido de su tierra.

- No me mires así- fue lo segundo que dijo.

Y lo tercero:

- ¿Tienes novio?

No fue mi consciencia ni el miedo ni siquiera un estado de relación formal la que me hizo decir “sí”.

- Qué lástima y que suerte tiene él- fue su comentario que repitió unas dos veces durante la tarde .

Al coqueteo siguió la pregunta de si tenía algo que hacer en la noche y nuevamente, mentí.

- Voy a despedirme de mis amigos, haremos algo tranquilo en casa.

Después de todo eso, preguntó mi nombre

- Carolina- respondí tarareando la composición de Seu Jorge.

- Carolina…tan linda como la canción

Y yo sentía que esa seducción (honesta o versera, no me importaba en lo más mínimo) me encantaba, era lo que siempre había soñado como cortejo de verano. Un italiano vero, guapo, desenfadado, valiente, tratando de robarme un beso o llevarme a la cama con las maneras más embriagantes.

- Preparo un cebiche peruano muy rico ¿quieres que cocine uno?- insistía.

Pero aunque mi piel quería sucumbir, mi corazón gritaba Jaime, como le respondí era el nombre de mi novio cuando me preguntó.

Pasó un rato largo. Él iba, venía. Me regaló un mapa de la zona, me recriminó por “no querer nada de él”. Se acercaba, me observaba. Ubicaba su cuerpo cerca del mío, intentaba de a poco cruzar la línea de mi espacio privado. Tomaba mi mano, la apretaba. Volvía a su bar y regresaba de nuevo.

Se acercó cuando yo tarareaba una canción de Morcheeba que salía por los parlantes de su barraca.

- ¿Canto?

- Sí, canto- respondí

- No, canto es de qué lado

- ¿De que lado qué?- sonreí.

- ¿De qué lado quieres el beso?

Y ante el diálogo apareció la segunda revelación del viaje. La Carolina abierta al mundo y sin el corazón amarrado (sozinha, sozinha) lo habría besado rendida o al menos se habría entregado a la magia para llegar al clímax de la seducción. Pero el corazón como guardián alerta habló por mi, con el amor puesto en este Jaime, en este Puran / Jaime. “Mejor sin besos”, fue la frase con la que me retiré del juego.

Y ahí me dejó Andreas después de robarme con sus labios un pedazo de mejilla. Yo pensando que la estaba cagando, pero sintiendo que con este gesto, con esta huída coronaba mi petición a Iemanjá y mi corazón al señor de mis desvelos y promesas con nada de italiano, algo de vikingo y todo mi amor comprometido para él.