martes, 18 de junio de 2013

Me explico

No es sólo necesidad de sexo por sexo. Es la complicidad que nace en la cercanía de los cuerpos. Es el juego previo y post, la conversación transparente, el intercambio energético. Es el vínculo.
No sé si es cosa de minas, pero creo que una podría prescindir de un polvo por un rato, si es que entre una y el otro permaneciera el estado de conexión absoluta. Pero cuando esto se pierde, cuando aquella unidad imprescindible se pierde, la necesidad de sexo, que además del placer en sí mismo ofrece la clave del acercamiento, se vuelve una urgencia. 
Sucede que a estas alturas, el futuro está siendo siempre más difícil de sobrellevar que lo que va quedando atrás. 
Ahora en casa, Puran se ha vuelto inaccesible. Volvió a su vieja costumbre de iniciar un viaje hacia dentro como otros, en otras épocas, que lo llevaron muy lejos de su entorno y de las personas que lo amaron. Yo me di cuenta de ello al segundo o tercer día del alta. Vi con mucha desconfianza cómo fue preparando sus maletas hasta que sin despedirse decidió cerrar la puerta hacia el exterior. Le advertí que estaba bien que procesara, pero que no se aislara demasiado. Que si insistía en sumergirse muy profundamente terminaríamos por perdernos de vista. Y está sucediendo.
Estos últimos días he sentido su ausencia y su indolencia ante la pena que provoca en mi su encierro. A ratos siento que hablo con otra persona, en una frecuencia totalmente distinta. Le he dicho, por ejemplo, que hace tanto rato no me siento amada. Siento su cariño, su agradecimiento, incluso la necesidad que despierto en él, pero no el amor que dice profesar.Y su respuesta es que en todo este tiempo de miedo e incertidumbre mi mano lo ha conducido, contenido y hecho sentir en casa. Entonces, nuevamente, veo que no entiende que esto no se trata de él sino de mí y que su argumento justamente, no hace otra cosa, que corroborar mi sospecha.
Le he dicho que requiero algo de ternura, un gesto, un algo que me nutra de vuelta porque me estoy quedando vacía y seca. Me pide que lo perdone, como si por el solo hecho de solicitarlo yo dejara de sentir el dolor que me causa su indiferencia. Pero se equivoca, porque más evidente se vuelve su encierro y con ello más me aleja. ¿Cómo puedo perdonar algo sin signo de retractación? En qué minuto de la historia el verbo perdonar comenzó a conjugarse como aceptar. ¡Perdón!, pero yo entiendo el amor como un esfuerzo de empatizar con el otro, como una energía que mueve voluntades y que inspira para ser mejor que lo que se era como individuo solitario. No como una justificación que ampare un universo centrado en el ombligo.
Le he dicho, se lo he dicho, pero no logro que me escuche ni que asome su rostro a nuestra ventana.


viernes, 7 de junio de 2013

Padecer

Cuando Olivier se fue, experimenté un dolor inédito y devastador. Nunca más volví a sentir lo mismo, pese a que viví otros abandonos tan o más importantes. El dolor era una cosa, pero la sensación de soledad era otra igual de profunda y aniquilante. No es que estuviera sola, pero mis amigos, mi familia aunque estuvieron todo el tiempo pendientes tratando de ponerse en mis zapatos, no podían percibir la intensidad del duelo. Esa soledad tampoco volví a experimentarla, sino hasta ahora que Puran lucha por recuperarse en medio de una convalecencia frágil y delgada.
Hoy es de esos días en los que todos quienes nos han sostenido, los amigos, la familia, continúan con justa razón sus  vidas, mientras yo siento esa misma soledad abismante que no puedo, aunque quisiera, compartirla.

No es solo uno el que padece  esta enfermedad. Es el que tiene el cáncer y el o la que lo acompaña a cada control, a cada quimioterapia. La que despierta en la noche cuando el protagonista se desvela, tiene taquicardias o necesita ir tres, cuatro o cinco veces al baño. La que observa como las nauseas por leves que sean afectan el ánimo, la que escucha los gases, la que soporta el mal humor o los gestos de desagravio. La que corre a resolver temas de licencias, pagos y atrasos de la Isapre entre el tiempo destinado al trabajo, las visitas al hospital y la casa. La que escuchó primero el diagnóstico aterrador. La que tuvo que comunicarlo. La que ve como su pelo se va poniendo gris, mientras el pelo del otro se cae a pedazos. La que siente el cuerpo agotado y observa cómo la juventud de a poco se va escapando. La que deja de recibir besos y caricias, a cambio de molestia, mutismo y desgano. La que dibuja carteles de bienvenida e infla globos para recibirlo en casa tras el alta y la que regresa sola porque ese día se posterga a causa de una fiebre inexplicable. La que sostiene, la que ama, la que entrega energía, la que ríe y empatiza y que al final de todo, aunque no lo esté, se siente  igual desamparada.