miércoles, 30 de marzo de 2011

El abuso entró en mi familia, pero no se quedó

Alrededor de su mesa mi mamá parecía asustada, dolida, contrariada, huérfana de padre y madre.
Una semana fue suficiente para que ella esclareciera los hechos y tomara partido. Ya no tenía las ganas de poner la otra mejilla a disposición de la Iglesia, porque en la macabra historia de Karadima "lo de Errázuriz es inaceptable. No puedo defenderlo" dijo.
Mi pose de erizo se fue suavizando. Palpé su desilusión y sentí de nuevo por ella un amor profundo, antiguo, incondicional y verdadero. Con sus ojitos llenos de pena me dijo que estaba en duelo y yo hice de su duelo el mío. Recordé lo que sentí a los 14 años, cuando un estudiante del colegio salesiano de Punta Arenas me dijo con furia que quería pegarle al director por "maricón". Un sacerdote que se suicidó hace pocas semanas, dejando pendiente una investigación por abusos deshonestos.
Mamá repitió cada tanto que ahora entendía tantas cosas. Cosas que aparecieron ante sus ojos en otros tiempos, confesiones de amigos curas, anécdotas truculentas de ex seminaristas y mi propia condición de apóstata.
Le confesé que una semana antes sus palabras al teléfono me habían dolido y aterrado. Le agradecí en ese minuto que estuviera compartiendo su reflexión y con ello devolviéndome la esperanza.
Sólo quienes hayan atravesado el umbral de la mentira pueden sentir lo que es despertar en otro mundo. En una realidad donde los buenos son los malos y lo que creíste, la expresión más cruda de un gran abuso de poder.
Después de limpiarnos, lo único que atiné a decirle es que nadie tenía derecho a quitarle su fe. Que dios no es propiedad de ninguna Iglesia, pastor o templo y que el abandono y la decepción que en estos días siente se transformará en una oportunidad para vivir su credo desde otro orden. Sin doctrina, con puro amor.

martes, 22 de marzo de 2011

El abuso entró en mi familia

Llamo en la noche a casa de mis papás. Mi madre, católica y apostólica, doctrinaria al punto de incomodarme, contesta y al rato me comenta lo fuerte que fue escuchar el domingo anterior en televisión a James Hamilton, médico abusado durante años por el cura Fernando Karadima. Fue algo como “qué terrible, estoy muy triste”. Pero al rato, sin ninguna claridad, sin ningún estado crítico o consciencia real me dice que “sin embargo” leyó los descargos del Cardenal Errázuriz (a quien Hamilton trató de criminal durante la entrevista) y que tiene “el corazón dividido, que no sabe qué pensar. Qué cómo dice Cristo hay que poner de nuevo la mejilla”.

Tuve ganas de vomitar. Recordé cuando esos comentarios en mi época universitaria me hacían reaccionar como bestia en su casa de Copiapó. Tuve ganas de emplazarla como entonces, de gritarle “que güevada estás diciendo”, de estallar en un discurso tan agresivo que la sacudiera y la hiciera salir de ese estado de transe hipnótico en el que la iglesia la tiene sumergida. Quise condenarla verbalmente por ignorante y pasiva. Por ser fiel al catolicismo, pese a toda su asquerosidad, y seguir participando de la misa cada domingo. Pero contuve mi ira. Quedé muda al otro lado de la línea, entre shockeada y amedrentada. Y en un segundo recordé una de las tantas frases que Hamilton usó para definir al grupo de confianza del pedófilo “no son malas personas. Han sido pervertidos”. No le dije nada. Sentí náuseas, me dio vergüenza, pero fui incapaz de decir algo que delatara mi estado.

Cuando ocurren estos hechos uno siempre piensa que está lejos de los abusados, de los abusadores, de las personas que al no tener consciencia crítica generan la ignominia de su descendencia.

La violación entró en mi familia al convertir a mi madre en otro ser que no reacciona con la monstruosidad de su tribu, la iglesia católica, que por humana y no divina abusa todo el tiempo de sus fieles. Abusa de la fe. Abusa de la moralidad fabricada a su imagen y semejanza. Abusa del poder.

Ella es otra víctima de la programación religiosa a la que ha sido sometida toda su vida. Ella no cuestiona y si llega a hacerlo, igual da crédito a los que con su silencio se transforman en cómplices, a los que con su inoperancia o falta de procedimiento se vuelven criminales.

“No son malas personas. Han sido pervertidos”, “no son malas personas. Han sido pervertidos”. Mi madre no es una mala persona, sólo ha sido pervertida y yo lo único que espero es poder enfrentarla nuevamente sin sentir el dolor y el terror que anoche provocaron en mí sus palabras.