Hace pocos días llegó a mis manos un inusual correo
electrónico de una empresa dedicada a hacer turismo filantrópico. Un concepto
que promueve programas dónde los turistas comparten una jornada con personas
que viven en situación de calle o en condiciones de extrema pobreza. Querían
que la organización en la que participo y que reparte comida en sectores
marginados de Santiago fuera el enlace
para acceder a esta “realidad”, participar en las salidas y convertirlas en uno
de sus programas para los turistas.
Lo leí, no lo creí. Lo leí de nuevo y pensé que era un mal
entendido. Abrí el archivo adjunto dónde se describían los programas como
“cariño a los indigentes” o “regala una casa”. No era broma. Al instante entró
un segundo y luego un tercer correo de dos directivos de la organización. Estaba
claro, no aceptaríamos el ofrecimiento.
Mi primer borrador de respuesta fue harto más demoledor y
agresivo que el correo final. Tuve que reescribirlo un par de veces para llegar
a un no categórico, pero respetuoso. Calmar mi temperamento, bajar las
revoluciones, inhalar y exhalar 10 tiempos varias veces al día, para llegar a
un resultado adecuado en el que simplemente se informaba que este tipo de
iniciativas no coincidía con las políticas de nuestro colectivo y que no éramos
nosotros (pues no teníamos la atribución, derecho ni facultad) sino la propia
gente que habita en la calle, la que decide con quienes vincularse y a quien
recibir en su territorio. De cualquier forma, la empresa no entendió nuestros
argumentos y lamentaron (molestos) que no valoráramos su oferta, pues detrás de
su noble iniciativa nuestra agrupación podía beneficiarse.
Si mi primera reacción fue ira, la segunda- después de todo
el intercambio de correos- fue pena. Quiero creer que este tipo de
emprendedores son, en principio, personas bien intencionadas, que de verdad ven
en este negocio una oportunidad de sensibilización social y, de paso, una
fórmula conveniente para apoyar con recursos (siempre escasos) a entidades que
realizan servicio en la calle.
Desde la vereda contraria, esa convicción no solo no es
compartida sino que ante todo, resulta una ofensa. Quienes realizamos servicio
constante, con la periodicidad que permitan nuestras actividades formales, pero
con el compromiso absoluto de servir al otro sin buscar en ello una recompensa
(sea recibir dinero, expiar culpas, ganarse el cielo o sentirse mejor persona)
difícilmente podemos entender la lógica de consumo detrás de estas
transacciones. Difícilmente podemos integrar, sin sentir luego una incomodidad
en la cavidad torácica, que el lucro es un medio para lograr nuestro objetivo
primordial de llevar cada semana, a como dé lugar, un plato de comida caliente a otros seres
humanos. No es una postura romántica teñida de idealismos. Es simplemente ser
consecuente con quienes somos, porque aceptar una transacción de este tipo es
ir contra todo lo que hemos difundido y entregado en casi 9 años, cuando había
menos dinero, menos voluntarios, menos confianza de la gente de la calle hacia
nosotros, menos vínculos, menos compromiso. ¿Cómo podríamos llegar nuevamente cada noche y
decir a quienes nos reciben “Dios, el ser supremo, el Universo, el gurú, la
energía cósmica (o quien sea la imagen divina que nos inspire), nos apaña”,
sabiendo que nuestras salidas nocturnas se han transformado en turismo de la
pobreza, dónde la principal atracción son personas dignas, pero vulnerables que
han decidido por voluntad propia abrirnos un espacio no sólo en las calles
húmedas y malolientes del Santiago que no vemos, sino también en su corazón?.
No es un tema de principios, tampoco un enjuiciamiento de
intenciones. Es observar que no siempre el objeto es el punto de conflicto,
sino más bien la forma de abordarlo. La vereda en la que uno se ubique, finalmente
es derecho y decisión de cada quien.