Cuando Olivier se fue,
experimenté un dolor inédito y devastador. Nunca más volví a sentir lo mismo,
pese a que viví otros abandonos tan o más importantes. El dolor era una cosa,
pero la sensación de soledad era otra igual de profunda y aniquilante. No es que
estuviera sola, pero mis amigos, mi familia aunque estuvieron todo el tiempo
pendientes tratando de ponerse en mis zapatos, no podían percibir la intensidad
del duelo. Esa soledad tampoco volví a experimentarla, sino hasta ahora que
Puran lucha por recuperarse en medio de una convalecencia frágil y delgada.
Hoy es de esos días en los que
todos quienes nos han sostenido, los amigos, la familia, continúan con justa
razón sus vidas, mientras yo siento esa misma
soledad abismante que no puedo, aunque quisiera, compartirla.
No es solo uno el que padece esta enfermedad. Es el que tiene el cáncer y
el o la que lo acompaña a cada control, a cada quimioterapia. La que despierta
en la noche cuando el protagonista se desvela, tiene taquicardias o necesita ir
tres, cuatro o cinco veces al baño. La que observa como las nauseas por leves
que sean afectan el ánimo, la que escucha los gases, la que soporta el mal
humor o los gestos de desagravio. La que corre a resolver temas de licencias,
pagos y atrasos de la Isapre
entre el tiempo destinado al trabajo, las visitas al hospital y la casa. La que
escuchó primero el diagnóstico aterrador. La que tuvo que comunicarlo. La que
ve como su pelo se va poniendo gris, mientras el pelo del otro se cae a
pedazos. La que siente el cuerpo agotado y observa cómo la juventud de a poco
se va escapando. La que deja de recibir besos y caricias, a cambio de molestia,
mutismo y desgano. La que dibuja carteles de bienvenida e infla globos para
recibirlo en casa tras el alta y la que regresa sola porque ese día se posterga
a causa de una fiebre inexplicable. La que sostiene, la que ama, la que entrega
energía, la que ríe y empatiza y que al final de todo, aunque no lo esté, se
siente igual desamparada.
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