lunes, 31 de agosto de 2009

Emilio


Emilio se fue. Me dejó en un taxi llena de bolsas con comida que no alcanzó a preparar, mate, un termo, condimentos varios. Me besó con fuerza, pero con rapidez entre medio de un "Bueno...cuídate".
Fue corta la despedida. Corta y silenciosa. No hubo, no quisimos, un tiempo para llenar el espacio con palabras emotivas o bonitas. Él es demasiado gringo para eso y yo, por primera vez, decidí no situarme en el personaje del melodrama y seguir de largo.
No teníamos mucho más que hablar tampoco. Dos o tres noches antes con algunas cervezas de más comentó que aún no entendía lo que me gustaba de él, pero que él tenía clarísimo lo que le gustaba de mi.
- "Tu voz, primero tu voz. Me encanta como cantas. Esa tarde cuando te escuché en el hostel, pensé ¿quien es?. Después tu manejo con el entorno, tan segura, conversabas con todos, los integrabas, estabas bajo perfecto control. Eso me impresionó"
Se refería al día que nos conocimos en una hostal de mochileros en Montevideo. Yo cantaba algo de Chile, algo de lo mío, cuando apareció en medio del guitarreo que improvisamos con un par de argentinos, una francesa, una polaca, dos gringos y algunos brasileños. Se acercó y de la nada le pasé la guitarra. Con él transitamos de la bossa nova, Cerati y Violeta Parra al punk/ rock típico de Estados Unidos. No entendí nada. Hablaba español como caribeño, pero cantaba en perfecto inglés una música más bien aguda para mis oídos. Me gustó su valentía. Mal que mal era un gringo con música gringa entre medio de trovadores latinoamericanos. Después supe que era venezolano criado en Estados Unidos, hijo de padre descendiente de italiano y madre hija de polaco.
Me llamó la atención su nerviosismo inicial y el intento por escudar su timidez instalando temas de conversación en los que se manejaba perfectamente. Política, Chávez, la crisis económica, Argentina y sus desvaríos. Yo pensaba que ningún hombre de 1,98 metros de estatura, profundos y grandes ojos verdes, voz grave y sonrisa amplia podía sentirse inseguro. Pero con el tiempo descubrí que era un niño adulto. Todas sus miradas delataban sus intenciones, desde las más pasionales hasta las más inocentes. En él se conjugaba una inusual mezcla de adolescente y hombre maduro. "Tienes ojos y sonrisa de Daniel (su primer nombre), pero coges como Emilio", le dije alguna vez logrando sonrojarlo.
A los días de llegar a Buenos Aires nos encontramos en el Jardín Botánico de Palermo para tomar unos mates. Me contó de su trabajo esporádico en Argentina, que solía escribir en la adolescencia y alguna que otra anécdota de su banda de música. Yo le hablé de mis procesos creativos con el canto, la idea de este año sabático, mi pasión por el yoga, mis ganas de viajar.
Estuvimos sentados creo que un par de horas en la única banca donde llegaban tibios rayos solares, muy cerca de la huerta educativa. A ratos lo miraba y sentía ganas de besarlo, pero otras veces me alejaba de esa idea. Dependía del tema de conversación, el tono, de lo que expresaran sus ojos, sobre todo de mi mente intrusa.
Finalmente al despedirnos ese día puso su mano ancha en mi cadera y me besó en la mejilla derecha, muy cerca de mi boca. No tuve dudas, quise alcanzar sus labios, pero eso no ocurrió hasta la noche siguiente en un bar de Serrano.
A partir de entonces comenzamos a construir una particular rutina. Cenas nocturnas, salidas al cine, visitas a bares, sexo cómodo e intenso. Me gustaban sus ganas, aunque sentí varias veces que yo siempre tenía más. Me gustaba su forma de tomarme en brazos y alzarme, como me llevaba a la cama y se relacionaba con mi cuerpo. Cuidadoso en extremo, disfrutaba haciéndome sentir placer y yo lo agradecía entregándome plenamente al momento.
Una noche, en las típicas conversaciones post sexo, hablamos de las ganas de acercarnos que cada uno había tenido esa tarde de mates en el parque.
- "Ese día estuve seguro que quería besarte, pero no sé, decidí esperar. Y es que si voy a traer a una mujer a mi cama quiero conocerla mejor, saber que me gusta más allá de lo físico", me dijo.
Me encantó esa confesión. No sólo porque hablaba muy bien de él, sino porque tal actitud frenó todas mis urgencias y me hizo disfrutar desde otro lugar, más relajado, menos ansioso.
La noche anterior a su partida me atreví a decirle que estaba feliz por él, por su viaje a países cercanos y el pronto retorno a casa, pero que lo echaría de menos. "Me pasa lo mismo"- agregó- y me abrazó con fuerza.
Solía ser escueto en sus palabras, pero no en sus gestos. Creo que nunca reprimió un abrazo, una caricia en la calle, con amigos, en la intimidad. Por eso me impresionó que el penúltimo mensaje de texto que me enviara antes de embarcar terminara con al frase "te voy a extrañar".
Estos días me he preguntado si además de esa sensación, compartimos también la de vacío. La nostalgia que provoca la distancia y el apego. La casi absoluta certeza de que no habrá un reencuentro y que el mes juntos pasó a ser otra agradable anécdota dentro de mi historia. Aunque, quien sabe.

1 comentario:

  1. Si, conozco otro especimen de igual anatomía que también era muy inseguro. Lo bueno mi vieja querida es lo comido, lo bailado y lo "cojido" jajajaja

    ResponderEliminar