jueves, 3 de septiembre de 2009

Hogar

El sábado llegué a casa muerta de calor tras las clases de posgrado. Durante 3 o 4 días Buenos Aires se convirtió en una ciudad tropical, húmeda, con temperaturas de 34 grados.
Short y polera. Almuerzo liviano y un vaso de cerveza a eso de las 3 de la tarde. Fue tanto el calor inesperado que al rato me tumbé por una siesta rica, de esas que te sumergen en un estado de inconsciencia corporal. Desperté sólo porque el termómetro en vez de bajar, subió. Así es que opté por un mate en la cocina. Allí me encontré con mi amiga Rejane, también de short y polera, que ya estaba con calabaza en mano. Algunos chicos entraban de a poco en la embriaguez de la cerveza en la terraza del hostel. Un lugar extraordinario ubicado al lado de la cocina, sobre el techo y con vista a la calle Córdoba.
Con Reje siempre tenemos de qué hablar. Entre mate y mate le decía cuánto extrañaba las reuniones con mis hermanos, las improvisaciones musicales, el canturreo. Le contaba que cada vez que nos juntábamos se producía una catarsis colectiva, era una explosión de energía ý sincronía difícil de alcanzar con otros músicos. Ella me hablaba de cuánto influyó en sí el capoeira, los tambores, la cultura y la magia de la música y el baile afro. Ambas concluimos que somos víctimas benditas del legado familiar. El canto, la corporalidad, la fiesta familiar.
Entre tanto, pausa para un porro suavecito y luego más mate en la cocina. Al rato comenzamos a escuchar la guitarra instalada en la terraza. Se mantenía el calor y a las buenas hierbas le siguió una cerveza.
Como una antesala de lo que será mi viaje por Brasil vimos fotos de sus playas aparecidas entre bosques, un paisaje tan atractivo como distinto a las costas nortinas rodeadas de desierto en Chile.
Luego intentamos recordar la secuencia aprendida en danza contemporánea, pero sólo logramos reconstruir la mitad del esquema. De ahí saltamos a yoga, a como la práctica nos conecta con la posibilidad de vencer nuestras limitaciones. Rejane me contaba la emoción que sintió cuando pudo lograr una de las posturas de equilibrio. Pero no desde el ego, sino precisamente de la alegría de superar algo para ella imposible. También de cómo perdió la estabilidad en cuanto cruzó este pensamiento por su cabeza. "La mente, cómo juega la mente", concluimos.
Ella comparó esa sensación como la que tuvo cuando al fin aprendió a andar en bicicleta en su ciudad de niña. Su comentario disparó un recuerdo sobre mi propia experiencia. Para abandonar las rueditas laterales, mi papá sostuvo varias veces desde atrás mi cleta blanca con flecos de arcoiris en cada lado del manubrio. Un día avancé un largo trecho segura de que él seguía a mi lado. Lo llamé, no respondió y al darme cuenta que me había soltado una cuadra antes, perdí equilibrio y caí. No recuerdo haber llorado, más bien entendí a esos 5 años que podía superar la prueba.
Al rato de tanta memoria nos sumergimos en el silencio. "Reje, justo ahora siento una agradable sensación de hogar. Me siento en casa". Que riiiico, agregó con sonrisa.


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