martes, 18 de enero de 2011

Desbarrancados

Recorríamos la ruta Caldera- Copiapó en el Chevy Nova azul ochenteno de mi papá. Adelante mi hermano Pablo manejando, mi hermano Felipe de copiloto y yo al medio de ambos. Atrás, un sujeto no identificado.

El límite natural que divide el desierto del valle está muy definido en este camino. Línea recta con varias cuestas rodeadas de dunas que desaparecen tras alcanzar una de las cumbres dónde se inicia la cañada.

Conversábamos relajados aunque Pablo iba muy rápido, demasiado. Todo fue siempre conocido hasta que apareció de la nada por el costado derecho una casa grande ubicada justo en una curva pronunciada e inesperada. Pablo dobló con rapidez, pero íbamos con tanta velocidad que perdimos el control, atravesamos la barrera de contención y salimos volando hacia el valle. Supe que moríamos y en breves segundos pensé qué era lo último que quería decir antes que eso ocurriera. Tomé a cada uno de mis hermanos de un brazo y les dije “hermanos, los quiero”. Me fui a negro y desperté de un salto a las 6:48 a.m.

Es tercera vez que sueño mi muerte. La primera fue hace unos 7 años. Manejaba yo por una especie de cañón y de pronto aparecía observando mi automóvil desde fuera. Yo en altura veía desde muy lejos como este vehículo se caía también en un barranco, por pérdida de control y exceso de velocidad. En ese entonces creí que mi subconsciente estaba reclamándome un evidente descuido de mi cuerpo (el vehículo de mi ser espiritual). Lo tenía sometido a una serie de excesos nocivos que terminaron con mi guitarra atropellada, una borrachera tremenda con pérdida de consciencia para el matrimonio de unos amigos y un bicho agarrado a raíz de un encuentro sexual que, por suerte, no era viral.

La segunda vez fue a fines de mi año sabático en Argentina, es decir hace algo más de un año. El sentido era claramente el cierre de la etapa. Esta vez sin vehículo aparecía rodeada de mis papás y mi ex pololo que observaban como me desprendía de la experiencia humana. Yo consciente del fin, lloraba, sentía melancolía por lo que terminaba. Una curiosa dualidad entre la resignación y el apego.

La casa grande, el hogar que aparece en mi sueño reciente, la curva inesperada que nos hace cambiar el curso y la manera de conducir de mi hermano, me hablan abiertamente de la muy posible llegada de mis padres a Santiago. El cambio de realidad que ello conlleva, la vida que se acomodará de una forma distinta, el espacio que ya emerge para armar nuevas rutinas, límites en las relaciones y convivencias.

En todo este juego mi hermano Pablo llevándonos al extremo. O más bien la parte de mí que lo absorbe como el que toma el volante de la situación y nos conduce bajo sus reglas, sus ritmos, sus ganas.

Mi inconsciente está alerta. Habla fuerte y claro para que yo esté atenta al cambio. Un cambio inminente que aunque no nos desbarranque traumáticamente, nos llevará inevitablemente a la muerte para desde ahí renacer con otras formas, otras consciencias, otras pieles, otros seres, como una nueva familia.

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